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Imposible de Reparar

Alfonso Villalva P.

Imposible de Reparar

 Alfonso Villalva P.

Ni siquiera reflexionaste. Después de cepillar metódicamente tus dientes, y enfundarte en una bata de toalla gruesa, tus pies te condujeron mecánicamente a las recámaras de los chicos, y tus ojos buscaron, con voluntad propia, los vaqueros sucios en el suelo, los zapatos botados en algún rincón, el aparato diabólico ese de secar cabello, con el cable retorcido y conectado a la electricidad, la cama deshecha, los papeles revueltos, las toallas tiradas.

Nada. Reparaste: todo en orden. Limpio, intacto. Y primero te reíste casi a carcajadas, y culpaste a la modorra matinal de la irreflexión de tus acciones, luego, te sentiste estúpida, ridícula también; después, después fuiste asaltada por un violento llanto que salió del fondo de tu corazón. No era llanto, en realidad, era un berrido intermitente que te convulsionaba ligeramente, que venía desde el estrechamiento de tu diafragma, de tu costillar. Sentiste que las rodillas aflojaban, y preferiste sentarte en la silla giratoria del escritorio de Nicolás.

Y no es que tú estuvieras ante una tragedia de esas que gustan relatar en el horario estelar de los noticiarios, que por la noche apelan a los más mórbidos instintos de la audiencia. No. Tu vivías una especie de tragedia sin sangre, sin pompas fúnebres, sin medicamentos ni salas de espera en hospital. Tu tragedia no tenía miseria –pues Abelardo había cuidado de por vida su burocrático trabajo empresarial que, aunque no dio nunca para juegos pirotécnicos, siempre mantuvo lleno el refrigerador-.

Tu tragedia se llamaba soledad, y no pasaba por ministerios públicos, ni escenas inenarrables en cámaras forenses. No. Tu tragedia era una especie de trivialidad sin escándalo, y quizá por ello era peor. Una situación común que a nadie le quitaría el sueño, seguramente.

Una circunstancia normal de todos los matrimonios, de cualquier madre corriente y común que se encuentra a sí misma, de regreso, absolutamente sola cuando los hijos han levantado el vuelo definitivo que les lleva a vivir sus vidas, las suyas, ¡no la tuya, carajo! cuando el marido se despide a las siete cuarenta y cinco religiosamente y demanda la merienda a las veinte con treinta; cansado, con pocas, muy pocas palabras para compartir, y justo antes de iniciar su ritual nocturno que le pasea por la trivialidad del canal de las estrellas, la preparación del traje y corbata para el día siguiente, y la perdición en ese mundo de ronquidos y flemas nocturnas que cada vez te parecen más molestas.

Dejaste de berrear, al fin, y descendiste las escaleras acariciando con nostalgia el pasamanos de madera, quizá, nunca lo sabré, recordaste las mañanas aceleradas de lonchera, licuado con huevo incluido y uniforme bien planchado. Quizá pensaste en la fiesta de los quince años, en la que Patricia descendió también por allí, con un magnifico vestido de organdí al que ella, abiertamente, nunca le tomó el gusto.

Mientras hacías movimientos circulares para dejar a punto tu café soluble con leche descremada en polvo y agua hirviendo, se te perdió la vista en el jardín de atrás de la casa. Y quizá, por un instante, viste a Nicolás otra vez correr tras una pelota, o disparar sus pistolas de pelotas plásticas. Y quizá, también, volviste a escuchar las carcajadas conjuntas de Patricia y Nicolás cuando, ya adolescentes, te hacían bromas ingeniosas mientras preparabas las quesadillas y sincronizadas de rigor antes de acostarte.

Era paradójico, pues por un lado te hacía feliz haberles dedicado la flor de tu vida, muy a costo de tus gustos, tus pasiones, tus intereses propios; pero te parecían al mismo tiempo como malagradecidos, como olvidadizos, pues mientras ellos construían y se ocupaban en sus oficios, sus parejas, sus viajes y sus retos, tu estabas allí, sola, con un vacío descomunal que te amargaba poco a poco el alma.

Pensaste en la dificultad de entender que tus hijos, efectivamente no son tuyos, sino hijos de la vida que pasan a través de ti en busca de su propio destino. ¡Ah, como dolían ahora las palabras de Kipling! Te sentiste desolada al comprender que solamente eras origen, pero nunca destino de sus existencias y que, como a las aves, cualquier caricia o abrazo resulta efímero pues se elevan, desaparecen, dejándonos aún más confundidos entre su indescriptible belleza y la fugacidad de su presencia.

No lo entendiste otra vez, y te resultó muy claro que nunca entenderías. Y claro, declarabas y te repetías frente al espejo que para eso te habías esforzado, que era lo natural, que te colmaba de felicidad saber que construían su propio puente del destino. Pero por dentro te pudres todos los días, las noches, las madrugadas, ante esa soledad maldita que te restriega en la cara que ellos ya no están allí, que ya no estarán, salvo los domingos que sea posible o prudente, salvo las visitas de los nietos con quienes ya no te sientes protagonista, sino un espectador, a quien ya no les conduces en el camino, quienes ya no dependen directamente de ti.

Volviste a llorar, y blasfemaste, y dijiste en voz alta que sí, que eras egoísta, que ni modo; a fin de cuentas, todos lo éramos un poco, o demasiado quizá. Y maldijiste a la vida por sus formas incomprensibles que te han creado un vacío existencial, emocional, imposible de reparar.

Twitter: @avillalva_

Facebook: Alfonso Villalva P.

 

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