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Con la frente en alto

Alfonso Villalva P.

Con la frente en alto

Alfonso Villalva P.

La vi en una gráfica de algún periódico. Evidentemente, ella no era protagonista en la foto. Atrás, de relleno, entre la tropa. Una de esas mujeres que hemos hecho plena y deliberadamente olvidables en nuestra frenética modernidad machista.

Ella, con la boca tan abierta como se podía –tan abierta que revelaba la falta de mantenimiento en los incisivos superiores-. Arengaba con toda la energía que producía su robusta figura. Chaparrita, aparentemente, pero dura de facciones; con vestigios de años de trabajo, de interminables noches de desvelo y muchas horas diarias expuesta al sol; seguramente cientos de toneladas de ropa, lavada y planchada, en su hoja de servicio; con surcos en las mejillas contando historias probablemente inenarrables, acumulando tantas madrugadas sin respuesta.

Como cualquier otra mujer que se ha ganado la vida -o lo que algunos llaman vida por el simple hecho de subsistir- en esos oficios tan improbables en toda América Latina que, con mucho arrojo, se ejercen diariamente limpiando baños en Ecuador, vendiendo flores en un pueblo de Brasil, recogiendo basura en el Perú. Cambiando a veces de país o de ciudad para seguir siendo la columna vertebral de familias enteras. Haciendo lo que sea por sobrevivir.

Tenía el pelo corto, casi a cepillo –como cortado a mordidas de burro-, de la forma práctica en que lo utiliza la mujer que trabaja en actividades físicas de nuestra urbanidad, además de las domésticas, las propias, vaya, las imprescindibles.

Las raíces de la cabellera denotaban una realidad canosa, muy mal encubierta por el tinte que emulaba al rubio cenizo, pero que se confundía preferentemente con el tono del oro viejo, sin pulir. Sus manos gruesas y ásperas –al menos así me parecieron- gesticulaban, y toscas las levantaba en señal de inminente agresión. Cerraba el puño con fuerza. Gritaba no sé qué, unida a algún mitin. Quizá vítores para su causa o su supuesto líder que verbalizaba cínico palabras de justicia, equidad y progreso; quizá solo mentadas de madre a los industriales, a los funcionarios; quizá en el fondo, a quienes la organizaban. Quizá a usted, quizá a mí, quizá a una entelequia materializada por la sed de revancha, quizá a la sombra de los hombres que la lastimaron, a ella, a su madre, a sus hijas. Quizá a los hombres que no le franquearon el paso a perseguir sus sueños, a alcanzar su potencial... al final, lo único que pude adivinar en sus ojos, era la necesidad urgente, la tristeza irremediable, la rabia de la impotencia, los años, los siglos de opresión e injusticia.

Curiosamente, ella se veía independiente, aguerrida, incansable. Lucía segura de su función social y familiar, con la frente en alto, convencida de que todo lo hecho, bien merecía la pena por cumplir las responsabilidades. Se veía limpia, satisfecha de ser muy probablemente la única razón de que sus familiares no estuviesen todos descarriados, desbaratados.

Quizá sería tan dura en cualquier conversación como se proyectaba en la calle. Una mujer de trabajo, entera, como esas que en nuestros países hemos sabido producir -todos incluidos- como bastión de un pueblo desconsolado, resignado a la supervivencia con el mínimo de oportunidades que otros –los de la sonrisa indeleble, trajes brillosos cargados al erario y staff multitudinario asignado por una oficina pública- han decidido otorgarles como moneda de cambio de libertad. Un pueblo que, con esas mujeres de pila bautismal, desarrolla generaciones de seres humanos que se entregan a cualquier cacique mesiánico y demagogo, en pos de un descuido de la vida para arrebatarle lo poco que sus manos hambrientas y desgraciadas alcancen a tomar.

La veía a ella esa mañana y podría asegurar que no había nada, por impronunciable que fuera, que ella no hiciese por los suyos, con valentía y solidez. La veía mientras revisaba los periódicos, y entre sorbo y sorbo de café chiapaneco especulaba, viéndola a los ojos, en un intento por traspasar el papel y llegar a las pupilas negras que se antojaban el espejo de su ferocidad, de su furia por reivindicarse, de su tenacidad por pervivir. 

Especulaba que quizá, mientras ella participaba en el movimiento que la llevaba a la calle a manifestarse, su marido, o el padre de sus hijos, bien podría estarse emborrachando con el dinero que ella dejó atrás para los pendientes, para que en su ausencia se enfrentara, de manera decorosa, el reto de vivir.

Nunca sabré su nombre ni lugar de residencia. Pero no pude menos que hacerle una breve reverencia a modo de homenaje esa mañana con un sentimiento de curiosa envidia por su pundonor aparente.

Una mujer así, valiente, merece algún día ganar un combate, sí, merece ganar eventualmente. Merece que alguien la escuche no solo en sus reivindicaciones laborales, o políticas, sino en sus frustraciones sentimentales, amores y pareceres, que, al fin y al cabo, esa es la metería de la que se alimentan millones de hijos latinoamericanos que, cuando adultos, se incorporan con ganas de una oportunidad significativa, aunque de antemano sepan que nacieron perdiéndola.

Imagino que, al terminar el mitin, esa mujer tomó sus escasas pertenencias, y con la frente muy en alto comenzó a andar, de regreso a su lugar de origen, pensando, sin tregua, en su siguiente combate, en sus obligaciones del día siguiente; sintiendo, quizá sin reconocerlo plenamente, que ella era una de esas mujeres que engrandecen a nuestros pueblos latinoamericanos, nuestras razas ancestrales, nuestras mezclas criollas. Las mujeres que nos salvan, una vez más, de la ignominia, de nuestra patética y diletante modernidad; una de esas mujeres de bandera que enorgullecen a esos que han parido.

Twitter: @avillalva_

Facebook: Alfonso Villalva P.

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