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La relación con usa, el ciclo largo

AGENDA CIUDADANA

LORENZO MEYER

La suerte de México como actor internacional quedó sellada muy temprano por dos factores casi imposibles de modificar: El primero fue tener a Estados Unidos como vecino y el segundo haber perdido la guerra con ese vecino hace 170 años.

Geografía es destino o casi. En el Siglo XIX México pudo tener como vecino a la República de Texas, pero esa independencia texana duró poco -menos de nueve años- antes de ser absorbida por los Estados Unidos. Lo mismo pasó, y más rápido, con la república de California. Por un tiempo, México y Rusia fueron vecinos, cuando expediciones comerciales rusas avanzaron por la costa del Pacífico para establecerse, por 30 años, en el fuerte Ross (Krepost' Ross), en la Alta California. La relación entre la minúscula guarnición mexicana en Sonoma con los rusos fue pacífica, pero éstos abandonaron su posición en 1842 por no considerarla redituable. Finalmente, si los estados sureños norteamericanos hubieran logrado su independencia como resultado de la guerra de secesión de 1861-1865, México hubiera tenido de vecinos a los Estados Confederados de América y a los Estados Unidos de América, lo que le hubiera permitido un mayor juego político. Sin embargo, la geopolítica nos dejó con un sólo vecino norteño que, con el tiempo, llegaría a ser la mayor potencia mundial. Y lidiar con eso no ha sido fácil.

En la segunda mitad del siglo XIX los gobiernos de la República Restaurada y el Porfiriato lograron un acuerdo de convivencia con Estados Unidos cuando impusieron un cierto orden en su lado de la frontera, arreglaron sus compromisos financieros internacionales y se abrieron a la inversión internacional.

Ese primer período de relativo entendimiento entre México y Washington terminó de manera abrupta con la caída de la dictadura de Porfirio Díaz en 1911. La pérdida de la estabilidad política mexicana y sus efectos negativos sobre intereses norteamericanos, más los desacuerdos sobre la política a seguir con México entre Washington y Londres primero y entre Washington y Berlín después, aunado a las políticas nacionalistas de los revolucionarios, llevaron a una etapa de malas relaciones entre el México revolucionario y el vecino del norte. Tan malas, que dieron lugar a ocupaciones temporales de territorio nacional por el ejército norteamericano, a suspensiones de relaciones diplomáticas, a boicots comerciales y a otros reclamos y amenazas.

Este ciclo de tensiones producto de una gran revolución, llegó a su fin con el llamado acuerdo Calles-Morrow de 1927-1928. Se trató de un acuerdo informal pero efectivo entre el embajador norteamericano Dwight Morrow y el presidente Plutarco Elías Calles. En lo básico, Washington aceptó la legitimidad del régimen revolucionario mexicano y de su constitución a cambio de que sus gobiernos respetaran, en lo esencial, los intereses adquiridos por los inversionistas norteamericanos y se comprometieran a reiniciar el pago de su deuda externa y atender las reclamaciones norteamericanas por daños causados durante la guerra civil.

A Morrow y a sus sucesores les interesó no únicamente salvaguardar las inversiones en México, sino también mantener la estabilidad política al sur de su frontera. Este entendimiento a nivel gubernamental México-Estados Unidos abrió un ciclo de larga duración, de casi 90 años. No todo fue miel sobre hojuelas, pero sus momentos difíciles, como la expropiación petrolera, la política de "izquierda dentro de la constitución" de Adolfo López Mateos, el tercermundismo de Luis Echeverría, el apoyo de José López Portillo al sandinismo, el "grupo Contadora" de Miguel de la Madrid y otras situaciones equivalentes, no llevaron a Washington a atentar contra la estabilidad mexicana como sí lo hizo en otros países latinoamericanos. Los desacuerdos siempre fueron superados y Estados Unidos consolidó su posición como el factor externo indiscutiblemente dominante en México. El apoyo de las autoridades mexicanas al de Estados Unidos en la II Guerra Mundial y en la Guerra Fría tuvo como contrapartida el apoyo de Washington a los gobiernos mexicanos durante sus varias crisis y nunca les negó el certificado de "democráticos" pese a no serlo. El punto culminante de esta colaboración fue el Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN) en el momento en que el modelo de desarrollo económico mexicano basado en el mercado interno había hecho crisis y el PRI enfrentaba una deslegitimidad creciente.

Hoy la cuestión es determinar si el ciclo largo de entendimiento gubernamental México-EEUU ya llegó a su fin con el ascenso no de Donald Trump a la Casa Blanca sino del trumpismo: de ese resentimiento de una buena parte del público norteamericano por la migración masiva mexicana -la indocumentada y la otra- y la acción de los narcotraficantes mexicanos, que le ha servido a Trump para una y otra vez criticar al TLCAN e insistir en construir un gran muro en la frontera para marcar la división física, política y cultural entre la América del Norte blanca y la otra y añadir la humillante exigencia de que México debe pagarlo.

Si el entendimiento México-EEUU del pasado dejó de operar, la asimetría de poder no. Y si antes de Trump la situación no era fácil, la de hoy es peor ¿Estamos, pues, al inicio de un nuevo mal ciclo o sólo de un problema temporal?

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