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La apuesta norteamericana

JESÚS SILVA-HERZOG

Bajo la rijosidad del discurso presidencial se esconde una apuesta decisiva. No pertenece a la fantasía del México renacido porque es una apuesta de continuidad. No tiene vuelos de hazaña, porque tiene, ante todo, propósito mercantil. Hablo de la decisión de mantenerse en la órbita norteamericana, de cuidar al máximo la relación con el gobierno de los Estados Unidos, de refrescar el acuerdo que rige el comercio de la zona. Se trata de una determinación clara y firme. En ello no hay ambages: López Obrador no coquetea con el sur y podría decirse que está dispuesto a todo para complacer al demagogo del norte. El presidente reconoce la importancia de la asociación económica y está decidido a no ponerla en riesgo. Para demostrar su empeño ha llegado a la medida más radical a la que podría llegar el presidente López Obrador: el silencio. En efecto, hay asuntos sobre los cuales el presidente puede callar. Y si algo puede provocar el mutismo del presidente es que es algo muy, muy serio. En efecto, cuando se trata de la relación con Estados Unidos y, en particular, de las agresiones de Donald Trump, el presidente de México calla. Sella sus labios como si fueran un zíper y extiende las manos en signo de paz. Si con sus opositores y sus críticos, con los medios independientes y las organizaciones civiles tiene una mecha diminuta, con el presidente de Estados Unidos tiene una cuerda kilométrica.

Esta es una de las zonas en las que el voluntarismo de López Obrador toca realidad. El presidente sigue creyendo que su prédica logrará la conversión espiritual de los criminales. Mantiene su certeza de que la derrota de la corrupción convertirá el dinero público en la sustancia más abundante sobre la faz de la tierra. Continúa aferrado a la idea de que sus proyectos pondrán en ridículo a todos los expertos de aquí y de fuera. Pero en la relación con Estados Unidos reconoce límite. No pretende destruir lo que se hereda ahí de la pesadilla neoliberal. Eso que él llama la cuarta transformación no tiene ninguna plataforma internacional. No la tiene, en particular, con Estados Unidos, el trato crucial de México. No aparece aquí el populista adicto al conflicto ni el nacionalista aferrado a los símbolos, sino el político pragmático que sabe qué batallas no debe emprender. En la relación con los Estados Unidos López Obrador no juega a la reinvención. Todas sus silencios, gestos, palabras y decisiones son un esfuerzo por preservar una asociación, así sea la que viene de los malditos tiempos de la rapiña.

Lo notable es que, en este ámbito, el presidente rema contra su impulso. En su discurso pueden encontrarse con frecuencia ilusiones de autarquía. Ser la isla feliz que produce todo lo que consume. Mantenerse libre de las contaminaciones del exterior. Ser fiel a la raíz y protegerse de las mañas que, obviamente, vienen de fuera. Y, sin embargo, sus decisiones han sido una contención de ese instinto de retraimiento. A pesar de la retórica nacionalista, hay en el presidente una plomada realista que no puede ser pasada por alto. Al lado del político populista actúa el político pragmático.

El costo que ha estado dispuesto a pagar es enorme. Ha callado ante las agresiones, ha restaurado las vejatorias certificaciones, ha cedido al chantaje más burdo, ha puesto a la flamante Guardia Nacional al servicio de la paranoia trumpiana. No defiendo esa política que, como advierte Michelle Bachelet, comisionada de la ONU para los derechos humanos, es un serio retroceso. Me interesa resaltar aquí la aparición del pragmatismo en un hombre que suele atender más el emblema que la consecuencia.

En algún sentido, el lopezobradorismo es la consagración del proyecto que quiere desmontar. Esa es la paradoja de todo movimiento que se asume revolucionario. El antiguo régimen suele reír al último. Si el neoliberalismo tiene entre nosotros, dos columnas esenciales, el primero es el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y el segundo es el banco central autónomo. El San Jorge de ese dragón, conserva intactas las dos cabezas del monstruo. Tiene gracia que Andrés Manuel López Obrador resulte el gran guardián del legado geopolítico de Carlos Salinas de Gortari.

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