Jamás te gustaron los gatos, Terry mío.
Es natural: eras un perro, y los gatos y los perros han andado siempre como perros y gatos.
Doña Consuelo, nuestra vecina en el Potrero, tenía un gato. Cuando tú andabas cerca el micifuz se trepaba a la pared de adobe y desde arriba te veía. No puedo descifrar las miradas de los gatos -¿habrá quien pueda descifrarlas?- pero estoy seguro de que te veía con burla.
Al principio le ladrabas, pero aquello era lo mismo que ladrarle a la luna. El gato volvía la vista a otra parte a fin de demostrarte menosprecio. Tú te ponías furioso y le ladrabas más.
Después aprendiste a no hacer caso del gato. Se subía al muro y desde ahí te miraba para provocarte, pero tú como si nada. Entonces el que se exasperaba era el minino. Seguramente sentía lo mismo que un actor que en un tiempo fue famoso y al que después nadie reconocía en la calle.
Jamás te gustaron los gatos, Terry mío.
En fin, nadie es perfecto.
¿O sí?
¡Hasta mañana!...