Pilatos no encontraba culpa en aquel Jesús que le presentaron para ser juzgado. Con frases vagas respondía el reo a las acusaciones; otras veces oponía hondo silencio a las preguntas.
Algo tenía el hombre, sin embargo, que le daba semejanza a un dios. Era quizá la majestad que fluía de su cuerpo, erguido frente al escarnio de la turba, o la suave dulzura con que veían sus ojos, o la serenidad con que afrontaba el riesgo de la muerte.
Por eso, y porque su mujer conoció en sueños la inocencia de aquel justo, Pilatos no sabía qué hacer.
Mandó traer a Barrabás, pues por esos días se regalaba al pueblo la libertad de un condenado. Y presentando a Jesús y a Barrabás ante la muchedumbre Pilatos pidió al pueblo que le dijera a cuál de los dos quería dar la libertad.
-¡A Barrabás! -gritó con una sola, enorme voz el pueblo.
Así, Pilatos dejó libre al culpable y condenó a morir al inocente.
Se lavó las manos, y mientras se las enjugaba decía para sí:
-Obré con tino: dejé que el pueblo bueno y sabio decidiera, y ya se sabe que el pueblo siempre tiene la razón.
¡Hasta mañana!...