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Sin liderazgos fuertes ante la crisis

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Cuando en 1919 el mundo ni bien se reponía de la peor guerra padecida hasta entonces, seguida de una pandemia de influenza que se considera una de las más mortíferas en la historia humana, la ausencia de liderazgo internacional era más que evidente. El Imperio Británico, que durante alrededor de un siglo había ejercido la hegemonía mundial con grandes capacidades económicas, políticas y militares, comenzaba a experimentar claros signos de debilitamiento y repliegue que abrieron espacios para la competencia imperialista, el desafío a su liderazgo hegemónico y la rebelión en sus colonias africanas y asiáticas. En esos momentos, Estados Unidos era ya una potencia industrial pero aún no global, la Unión Soviética apenas estaba naciendo y China no lograba estabilizar todavía un gobierno republicano. Las grietas abiertas en el liderazgo internacional impidieron una respuesta común contra la pandemia de influenza que inició en EUA y al final mató a más de 50 millones de personas en un mundo caracterizado por la migración masiva de personas, la movilización intercontinental de ejércitos y la agitación social. El Imperio Británico propuso crear la Sociedad de las Naciones como una respuesta al caos sistémico y para establecer las bases de una paz y colaboración duraderas. Pero este esfuerzo fracasó: la reacción desarticulada a la crisis económica de 1929 y el auge de los nacionalismos neoimperialistas que desembocó en la Segunda Guerra Mundial, más cruenta y destructiva que la primera, exhibieron la fragilidad del intento de gobernanza global de Londres.

En 1946, el mundo estaba saliendo del horror de la guerra más brutal de la historia con una diferencia sustancial a lo ocurrido tres décadas atrás: había nuevos liderazgos en el mundo. EUA se puso a la cabeza de los países capitalistas con su Plan Marshall y asumió gran parte de la responsabilidad de la gobernanza mundial, y lo hizo en medio de una creciente rivalidad ideológica, política y económica con la Unión Soviética, que se colocó a su vez al frente de las naciones socialistas y lanzó su Plan Molotov. Los esfuerzos para la gobernanza internacional se enfocaron en la construcción de instituciones que garantizaran la reconstrucción de la economía y la estabilidad del orbe bajo la nueva hegemonía estadounidense. Así nacieron la Organización de las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización del Tratado del Atlántico Norte y las comunidades europeas que desembocarían en la creación de la Unión Europea. A la par, los imperios coloniales terminaron de desmembrarse y el estado nacional o supranacional se convirtió en el modelo de gobernanza territorial a seguir. El mundo se pobló de países soberanos agrupados primero en dos polos: capitalismo y socialismo, y luego en tres, con la emergencia de los no alineados. La transición de la década de 1980 a 1990 marcó el triunfo de la hegemonía estadounidense, quien llevó a todo el mundo la promesa del capitalismo corporativo y franquiciatario basado en un modelo intensivo de producción, consumo, especulación financiera y destrucción medioambiental. Pero ese modelo hegemónico se agotó y los primeros 20 años del siglo XXI han marcado una época de descomposición sistémica que hoy se acelera y evidencia con la pandemia de COVID-19.

Es cierto que la historia nunca se repite de la misma manera, pero también lo es que la evolución de las sociedades se desarrolla por ciclos que pueden guardar algunas semejanzas entre sí. En este sentido, el mundo de hoy se parece más al de 1919 que al de 1946. Y uno de los rasgos distintivos es la ausencia de liderazgos internacionales claros, fuertes y con peso moral. La pandemia de COVID-19 golpea a un orden global desarticulado y desestructurado por la rivalidad entre potencias y por el repliegue y debilitamiento de la hegemonía estadounidense. Las instituciones que en su momento sirvieron para garantizar un grado mínimo de estabilidad y colaboración internacional, como la ONU y la UE, hoy están en entredicho por su pasividad, lentitud y falta de acuerdos. Que las guerras hoy no estén en territorio europeo occidental o en países centrales no quiere decir que no existan o sean menos graves. En los últimos años se han multiplicado los conflictos en distintos niveles (bélicos, diplomáticos y económicos) con injerencia de dos o más potencias: Irak, Afganistán, Palestina, Venezuela, Siria, Irán, Libia, Argelia, Yemen y Ucrania, son ejemplos de esos conflictos. En este contexto de grietas de liderazgo, mientras EUA mira cada vez más hacia dentro y abandona a sus viejos aliados y la UE enfrenta la crisis más dura desde su nacimiento, vemos surgir antiguos poderes autoritarios e imperiales en Eurasia -China y Rusia- que buscan sacar provecho para ganar posiciones en sus ámbitos de mayor capacidad. De la misma manera que el nacionalismo conservador y la competencia imperialista colonial llevaron al mundo a la falta de solidaridad y a la guerra en la primera mitad del siglo XX, el nacionalismo populista y el imperialismo político y económico tienen al mundo hoy sumido en una falta de liderazgos globales sólidos y solventes para enfrentar coordinadamente la emergencia sanitaria. Pero como todo vacío siempre se llena, lo que no está dando la política global está surgiendo del ámbito empresarial corporativo, con Bill Gates y Jack Ma como casos destacados, o en la política nacional de cada país, aunque no de forma generalizada.

En el caso de México podemos encontrar suficientes elementos para cuestionar la fortaleza del liderazgo político, un fenómeno que no es nuevo ni privativo del actual sexenio. La misma obcecación que vimos con el Gobierno de Calderón en su fallida estrategia de combate al crimen con la militarización de la seguridad pública, y con el Gobierno de Peña Nieto en su negación a reconocer la corrupción como un problema grave, la vemos hoy con el Gobierno de López Obrador en su afán de dividir y polarizar, y de minimizar la gravedad de la crisis que enfrenta México. En momentos en los que se requiere de auténtica visión transformadora e innovadora, el presidente se aferra a sus proyectos de inicio de sexenio como si nada hubiera cambiado con la pandemia. En momentos en los que se necesita unidad, el presidente se mantiene firme en su obsesión de pintar un falso escenario de buenos y malos en donde coloca a sus partidarios leales dentro de los primeros y a todos los que no están de acuerdo con él dentro de los segundos. En momentos en los que se requiere de posicionamientos y mensajes de estadista que sumen, aclaren, construyan y motiven, el presidente continúa privilegiando la retórica del enfrentamiento, ya sea con empresarios o con gobernadores de partido distinto al suyo, y del clientelismo, por encima de la creación de un acuerdo nacional y del respaldo real a los trabajadores del sector salud que están arriesgando su vida y la de sus familias en los hospitales. A la par, su Gobierno abandona la tradición proactiva de la política exterior mexicana para ubicarse en un modelo de reacción atropellada a los embates constantes del gobierno de EUA, en un mundo cambiante por el cual no se le ve intención de entender en todos sus desafíos y oportunidades. También el México de hoy se parece más al de 1919 que al de 1946.

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