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China a la ofensiva

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

La computadora en la que se escribe y posiblemente se lee este texto no existiría sin el sistema binario de numeración que el polímata alemán Gottfried Leibniz documentó en 1703. Pero este sistema basado en 0 y 1, y que luego se convirtió en el código binario base de los sistemas computacionales de los que depende nuestra vida, no fue inventado por ese gran genio. Leibniz conocía la obra de filósofos y matemáticos chinos que ya planteaban esa secuencia como alternativa al sistema decimal de numeración. Este importantísimo descubrimiento occidental de un conocimiento desarrollado en Oriente es evidencia de una realidad histórica que muchas veces se pierde de vista: antes del ascenso y dominio de Occidente, China ya era un gran estado imperial con una sociedad desarrollada y grandes capacidades culturales y científicas, y dentro de las cuales el papel, la imprenta, la brújula y la pólvora son solo sus realizaciones más destacadas. El repliegue y decaimiento que vivió China desde la Primera Guerra del Opio (1839-1842) hasta la Gran Reforma Económica de 1978 es apenas un paréntesis en una historia dos veces milenaria. Desde el siglo II a. C. y hasta el siglo XVIII, el eje de la economía mundial estuvo en Asia, con amplias y prósperas etapas sostenido por el llamado "imperio del centro", y a veces compartiendo relevancia con el Mediterráneo romano, musulmán o veneciano. Por lo menos desde 2013 China ha dado pasos firmes para recuperar su papel protagónico en el mundo, pasos que, contrario a lo que se cree, la pandemia de COVID-19 está acelerando.

Es común que al referirnos a China desde Europa y América resaltemos el carácter autócrata de su gobierno, el creciente control tecno-político de la sociedad y la falta de garantías e instituciones democráticas liberales. Pero estas características son solo una parte de la realidad. Es necesario decir también que la dilatada historia de China, como estado imperial y como república, tiene muy poco qué ver con la evolución de las naciones europeas y americanas. La democracia liberal allá ha sido marginal, y hoy solo se mantiene vigente, aunque en constante riesgo, en Hong Kong y Taiwán, la primera, provincia semiautónoma y el segundo, estado independiente parcialmente reconocido. Desde la fundación del imperio por la dinastía Qin en 221 a. C. a la fecha, con intermedios de división y revolución, lo que ha privado en China es una estructura estatal autocrática altamente burocratizada que hasta 1911 tuvo su centro de poder en el emperador y su corte, y hoy lo tiene en el Partido Comunista. La fortaleza del Estado, la estabilidad política, la meritocracia confuciana y la soberanía han sido los principios rectores de los gobiernos chinos desde hace más de dos mil años, por encima de las libertades individuales y empresariales y de la expresión democrática del voto universal, paradigmas de Occidente. Esto no quiere decir que China sea ajeno al capitalismo, sistema económico que en realidad ejerce, pero en su modalidad de capitalismo estatal, no liberal. Sin la globalización capitalista, la república popular no tendría los niveles de desarrollo que hoy puede presumir. Pero el desarrollo de la economía no recae en las empresas, sino en el Estado. Si se quiere comprender lo que ocurre hoy en China, no se pueden pasar por alto estas diferencias.

La llegada de Xi Jinping al poder hace siete años ha significado el despliegue de las capacidades comerciales, financieras y diplomáticas de China en el mundo, tras cuatro décadas de crecimiento silencioso pero sostenido. El régimen de Xi ha trabajado en profundizar sus vínculos con el mundo más allá de ser el taller industrial que provee al mercado internacional de bienes de todo tipo. Es por ello que la Nueva Ruta de la Seda se ha convertido en el proyecto insignia del actual gobierno, que evoca a las antiguas rutas comerciales que unieron durante siglos a Europa con China. Pero también ha puesto el acento en la autonomía tecnológica, con el plan Hecho en China 2025, y con el cual la potencia asiática pretende sustituir importaciones y apuntalar su fórmula propia de investigación más desarrollo más innovación (I+D+i) para ponerse a la vanguardia de la llamada IV Revolución Industrial, que abarca nanotecnología, red 5G, inteligencia artificial, biotecnología, robótica, etc. A la par de estos ambiciosos planes, China ha hecho una extraordinaria inversión para poner a sus fuerzas armadas a la altura de las de Estados Unidos y Rusia, y poder garantizar así la protección de sus intereses geopolíticos. Todo este despliegue de Pekín ha provocado un choque con Washington y una alineación de intereses con Moscú en un momento en el que el orbe atestigua un cambio de orden por el repliegue de la hegemonía occidental.

La pandemia de COVID-19, que surgió en China y tiene al mundo en vilo, podría hacernos pensar que va a descarrilar o, en el mejor de los casos, ralentizar los planes de Xi Jinping. Pero las noticias difundidas en los últimos días apuntan en otra dirección. En medio de los justificados señalamientos hacia Pekín por su incapacidad de frenar el brote a tiempo, el gobierno chino ha reaccionado en cuatro vertientes: acusando, con razón, a su principal detractor, Estados Unidos, de no atender las alertas y hacer una pésima gestión de la pandemia; brindando ayuda de diverso tipo a los países que la solicitan; defendiendo el papel de la Organización Mundial de la Salud, y anunciando que la vacuna que desarrolla será un bien público global. Y mientras comienza a reactivar su economía luego de haber detenido la propagación del virus en su territorio, y lo presume al mundo, se prepara para asestar un golpe que se antoja definitivo a la democracia y autonomía de Hong Kong, con una restrictiva ley de seguridad nacional, y a aumentar su asedio para forzar la reunificación con Taiwán. Tal parece que China, aunque ha abandonado su meta de crecimiento este año por la pandemia, se alista para reforzar sus posiciones geopolíticas con una postura cada vez más asertiva y ofensiva. No obstante, todavía tiene por delante resolver la crisis económica actual, definir sus responsabilidades como superpotencia y como gran acreedor del mundo, y aclarar su posición frente a un cada vez más receloso Estados Unidos.

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