Edmund Halley probó en 1682 que el cometa que se observó ese año era el mismo de 1607, 1531 y 1456 y asignó a este objeto una órbita elíptica alargada alrededor del sol, con un período de traslación de 76 años.
Su predicción de que el cometa volvería se cumplió. Fue en el año 1758, aunque no vivió para verlo.
Un cometa consta de un núcleo de hielo y roca, rodeado de una atmósfera nebulosa llamada cabellera. La cabeza de un cometa, incluida su difusa cabellera, puede ser mayor que Júpiter. Sin embargo, la parte sólida de la mayoría de los cometas tiene un volumen de algunos km cúbicos solamente.
El núcleo oscurecido por el polvo del cometa Halley tiene un tamaño aproximado de 15 por 4 km.
Como los cometas, los errores tienen una dimensión real y otra imaginaria. Esto sucede cuando son observados y criticados.
En esta instancia, ante la vista de quienes los juzgan, los errores se agigantan como una cabellera inmensa.
La vergüenza o la culpa contribuyen a transformar un hecho en gigantesco para quien lo protagoniza.
La gravedad es directamente proporcional al significado, a su connotación.
Cuando las personas o empresas se sienten inseguras y tienen miedo, sufren y reaccionan ante la aparición de un error.
Pero a todas luces, el principal problema de los errores no es su tamaño real o percibido, sino el riesgo de la repetición.
Entonces ¿cuál es el desafío, frente a los errores que necesariamente viviremos como actores principales o secundarios?
Quizá, una de las prácticas es aprender a poner el foco en el núcleo, desmenuzar el hecho de su connotación. Verlo desnudo y con la mayor objetividad posible. En ese hipotético caso, veremos que la mayoría de los enojos se desvanecen cuando podemos observar un error, despojado de emocionalidad.
Es un ejercicio muy enriquecedor comprender que la mayoría de nuestros errores son como las cabelleras de los cometas: Un montón de nieve y polvo. Crecen cuando son observados y se desvanecen solos, para volver cíclicamente.
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