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Instituciones y confianza

ÉDGAR SALINAS URIBE

Sin instituciones no hay prosperidad. Pero no toda institución incentiva la prosperidad. En sociedades complejas, como lo son la mayoría en la actualidad, la convivencia social solo es posible si las personas nos organizamos bajo ciertas reglas cuyo cumplimiento es necesario para que las personas puedan desarrollar sus potencialidades. Esto que luce lógico, se encuentra contrastado y frecuentemente desmentido por la dura realidad. Millones de personas son excluidas de la posibilidad de tener una renta básica. Millones sobreviven con el temor y la zozobra que las violencias generan y ante las cuales se encuentran impotentes dada la impunidad con que grupos organizados actúan. Millones de personas fallecen año con año por falta de acceso a cuidados de salud ante la inoperancia de estructuras de salud pública. Millones de personas habitamos países que desde cierta perspectiva pueden calificarse de sociedades fracasadas.

Ya casi cumple diez años de haberse publicado el libro de Daron Acemoglu y James A. Robinson en el que se plantearon responder a la pregunta acerca de por qué fracasan los países, por qué hay sociedades marcadas por la opulencia y otras por la desesperante pobreza, por qué unas están cerrando prisiones ante la falta de reos y otras tienen todas sus instalaciones penitenciarias sobrepobladas, por qué unas acuden a oficinas públicas a realizar trámites para abrir un negocio y otras deben acudir al crimen local para contar con el permiso de operación, y aunque no era de la época, podríamos añadir actualmente por qué unas han tenido pocos fallecimientos por COVID-19 y otras han marcado récords históricos de vidas perdidas por la misma situación. El análisis comparado de muchos países estudiados en diversas épocas los llevó a una respuesta conclusiva: se trata de las instituciones, instituciones, instituciones.

El tema ha ganado una relevancia inquietante en México. De pronto amanecimos con la noticia de que el ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia ampliará su periodo por dos años más según había decidido una mayoría en el Senado. Otra tarde nos enteramos de las amenazas propinadas al consejero presidente del Instituto Nacional Electoral por parte de un aspirante a candidato a gobernador del estado de Guerrero y casi de modo simultáneo la amenaza de desaparecer el actual INE. Y qué decir de las instancias que la ley establece como responsables del manejo de una crisis de salud como la que padecemos sustituidas por un equipo operativo sin las atribuciones legales para ello (y hemos visto que también sin la capacidad). De manera que se van sumando temas en los que pareciera haber un interés en sustituir instituciones por decisiones de pensamiento único. En el libro de Acemoglu y Robinson se pueden leer numerosos casos donde estas situaciones solo condujeron a debilitar la amalgama de convivencia, el debilitamiento de las reglas y abrieron un torrente de retraso y fracaso mayúsculo.

Es ridículo que cuando la decisión de una institución favorece a ciertos grupos estos aplaudan a los actores responsables, pero cuando esos actores razonan en contra de aquellos intereses sean los mismos grupos quienes ahora pretendan un linchamiento de personas e instituciones. Ese tipo de conductas poco a poco van minando la institución social más importante para la prosperidad de una sociedad: la confianza. En la medida en que se debilite la confianza para la convivencia, se debilita la función principal de una comunidad.

Construir instituciones es de artesanos de la democracia y, en no pocos casos, ha sido producto de luchas, movimientos y ensayos que a veces han costado vidas. El árbitro electoral mexicano es uno de los que ha costado eso y mucho dinero. De sus decisiones se han beneficiado todos los partidos y todos han sido también impactados en las decisiones que no les han favorecido. Esto le ha acarreado una percepción más favorable que negativa entre la población.

La capacidad de construir e incluso la de transformar requiere de arte, inteligencia y disposición democrática. Pero, así como construir cuesta mucho, destruir es tarea menos exigente y mucho más irresponsable. La voluntad de destruir es irreflexiva, demagógica e intolerante. Hay quien encuentra en esto último su principal aporte al país. Qué lamentable.

@EdgarSalinasU

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Escrito en: editorial Edgar Salinas Uribe

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